Me voy a casar. En serio. Sí, ya sé que es increíble, pero me caso. Y lo hago con todo el pack: boda vestido de largo, comilona y discomovida, cientos de invitados, entre familia, amigos y hasta el perro. Bueno, es lo que se supone que hay que hacer cuando te encuentras con tu alma gemela, ¿no?
La verdad es que todo ha ido muy rápido. De hecho, hasta esta mañana ni me habría planteado lo del matrimonio. Yo soy uno de esos tipos rebeldes que aman la libertad y creen que una pareja de por vida sólo vale para coartar mi auténtica personalidad (consistente en gran medida en ordenar la ropa interior alfabéticamente y otras cosas igual de... de... de personales).
Como decía, esta mañana se me acercó esa persona que todos tenemos, esa amistad eterna que está en lo bueno y en la resaca, pero con la que, por alguna razón, nunca hemos llegado a más. Y allí estaba: de pie, con una pequeña cajita de regalo para mí. Al abrirlo se me llenaron los ojos de lágrimas, pues había una joya. Se trataba de un anillo perfecto que dejaba al Anillo Único a la altura de los aros de cebolla. Este maravilloso anillo, sin engarzar, pero que sirve para abrir tus botellines con un leve movimiento de la mano.
Tuve que darle el “sí quiero”. Y qué más da que sea mi cumpleaños. Y qué más da que se trate de mi mejor amigo. Y qué más da que seamos dos tipos rudos (muy rudos). Al fin y al cabo, “nadie es perfecto”.
¿Donde puedo conseguir uno asi?
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