El término “lager”, genéricamente, lleva unos cuantos años asociado a cervezas básicas en el sentido más peyorativo del término. Diciendo básicas, nos referimos a su uso de materias primas económicas, maximización del rendimiento y el beneficio, y la vulgarización/estandarización del producto. Pero la baja fermentación tiene muchísimo más que ofrecernos, si sabemos disfrutar de cervezas sin tener en cuenta grandes densidades, volumen de alcohol ingente o envejecimientos en madera (y a veces también teniéndolo en cuenta). Por eso nos acercamos a Pilsen, a unos 70 km. de Praga.
Allí, en 1842, Josef Groll trajo de Alemania una nueva cepa de levadura que, tras siglos evolucionando en base a fermentaciones en cuevas a baja temperatura, había desarrollado una serie de características que la hacían especialmente limpia y estable: la levadura lager. A eso, añadió la técnica del malteado que se llevaba a cabo en Inglaterra para crear granos pálidos desde hacía pocos años, y lo remató con las aguas blandas de la ciudad, lúpulo bohemio de Saaz y una triple decocción. El resultado: Pilsner Urquell, una cerveza rubia, sutilmente caramelizada, limpia y aromática que cambió los estándares de la cerveza en el mundo. Había nacido la cerveza pilsener (o pilsner o pils).
Este año (y van tres), hemos ido a pasear por tierras bohemias, y no hemos podido evitar la clásica y necesaria visita de Birroturismo a la fábrica de Pilsner Urquell. Un lugar precioso y acogedor, más allá de las temperaturas tórridas o glaciales que puede haber dependiendo de la época del año. Tras la visita, no podemos hacer más que recomendarla, y os decimos por qué.
La visita dura 100 minutos, y consta de un recorrido estipulado con un o una guía que se puede elegir en inglés, checo, alemán o ruso. Nosotros elegimos el inglés por motivos obvios, aunque el becario había podido practicar lenguas al ir a visitar Pivovar Únětice, lugar en el que el idioma británico no era una opción y se comió estoicamente una hora de charla en checo (haciendo que sí con la cabeza todo el rato, así que no esperéis entrada sobre ella).
Una vez en el punto de reunión, se hace una introducción sobre la marca y la cerveza en la sala de visitantes. Hay documentos originales y se habla un poco de historia (lo que sería el segundo párrafo de esta entrada, por lo que volvedlo a leer si sois de memoria corta). Luego se toma un autobús, que en tres o cuatro minutos nos lleva a la planta de embotellado. El lugar es espectacular, enorme. Se explica toda la cadena, desde el lavado de botellas hasta el etiquetado, y se puede ver desde una pasarela elevada.
Terminada la visita a la planta de envasado, la siguiente parada es la cervecería histórica, en la que se cocinó Urquell hasta 2004. Sus espectaculares tanques de cobre, donde se realizaban las decocciones, y sus sistemas de grifos, ofrecen una grata experiencia, llena de sentido de patrimonio histórico.
Justo al otro lado de una de las puertas se halla la cervecería moderna, la que fabrica actualmente. Tuvimos la suerte que estaban cocinando, y el olor a hervido de mosto (los cerveceros lo conocéis bien) invadía toda la enorme sala con los nuevos tanques, maceradores y hervidores, no tan distintos a los antiguos, donde todavía hoy se hacen tres decocciones por cada lote.
Tras esto, pasamos por una exposición donde nos hablan sobre los ingredientes, en la que podemos masticar algo de malta pils y oler lúpulo Saaz en pellet (relativamente fresco). Esto nos comunica con una sala con las fotos de todos los maestros cerveceros de la historia de Urquell y con el primer fermentador abierto que hubo, en el que alguna gente lanza monedas (dicen que si echas una por el agujero del tanque tendrás un hijo pronto. Nosotros preferimos gastar las coronas en cerveza.) Este impás nos prepara para la última y a nuestro parecer mejor parada: las cuevas de lagering.
Descendemos por un vetusto pasillo (la entrada tiene fecha en el s.XIX) y cada vez notamos más y más frío. Al final, llegamos a las cuevas, a unos 6ºC. Allí encontramos Urquell fermentando en grandes barricas de madera (¡abiertas!) y más adelante vemos grandes toneles de lagering, también de madera. De allí sale la Pilsner Urquell que se toma tras la visita, y en ningún lugar más. Tiene un curiosísimo carácter de madera, es más seca que la de tanque o que la sin filtrar, y está deliciosa. Este es el broche de oro de la visita. Tras unos diez minutos para tomarla (en vaso de unos 30 cl.), nos llevan a un ascensor que nos lleva directos a la tienda, y de ahí al mundo terrenal.
En definitiva, 100 minutos por unos 9€ que nos supieron a gloria tanto a nivel intelectual como organoléptico, y que rematamos con una deliciosa prórroga en el restaurante de la fábrica, Na Splice, en el que la gente de Asahi (actual propietaria de Pilsner Urquell) tuvo a bien invitarnos a probar algunos platos checos y dos o tres jarras de Urquell Tanková. Así que ya sabéis, si vais a la República Checa, no os perdáis esta visita que merece la pena.
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